lunes, 26 de enero de 2009

El todo de la educación


Dialogando con ciertas personas con tiempo por delante y serenidad por dentro se tocan problemas que lejos de solucionarse sí al menos son sujeto de reflexión. Hace unos días acertamos a dar con uno tan manido como denostado y a la vez tan recurrido cuando no hay otro tema de conversación: la educación.
Es verdad que debido a los medios técnicos y de comunicación, tan al alcance de cualquier familia, nuestros niños poseen mayor cantidad de información que la que dispusieron sus padres y no digamos sus abuelos. Sin embargo, en formación humana hemos retrocedido y como a mi juicio ésta debe darse antes de tener acceso a la anterior nos encontramos cada vez en mayor medida con las consecuencias que esta inversión de disponibilidad supone en niños que tratan temas para los que no están preparados, en responsabilidades que queremos que asuman sin formación, en poca capacidad de esfuerzo, ausencia de autocontrol, en que el fin de todo es disponer de medios materiales, que las decisiones sean blancas o negras por ausencia de reflexión... y de este modo, cada vez en mayor medida, aparecen niños que en su forma son tales, pero que en el fondo parecen adultos, con intereses de adultos y, lo que es peor, con disponibilidad de adultos, aunque sin la madurez que se supone a esa edad.
Retrocediendo en el tiempo y contrastando con la que vivimos los que soportamos el medio siglo, la vida familiar ha dado un giro total hasta situarse en las antípodas de la de entonces, cuando al llegar a casa del colegio sentíamos la seguridad interior de que nuestra madre nos abría la puerta y dirigía manteniéndonos ocupados y servidos con deberes y meriendas, cada uno a su debido tiempo. Se cumplían unos horarios a rajatabla y cuando nos salíamos de la dinámica que nos conducía a la estabilidad emocional allí estaba nuestra madre para cuidar de nosotros. Como la economía no era muy boyante los extras eran contados y como tales nos llenaban de inmensa alegría: una tarde de cine, la propina de una visita, un viaje extraordinadrio y poco más. Pero en la mayoría de los casos la realidad era tan tangible como para aprovechar el segundo vástago la ropa del primogénito, llevar jerseis con los restos de lana de otras labores o petachos como coderas para que la prenda durara más. Los zapatos bien lustrados y el aroma de la ropa siempre limpia eran constantes. Nadie se cuestionaba la autoridad ni en la escuela, ni en la calle ni por supuesto en casa y todo transcurría con el rol que cada cual tenía: el maestro enseñaba y formaba, la gente daba ejemplo y mientras el padre trabajaba y traía el dinero, y con él la autoridad a casa, la madre hacía lo de todos sin ser valorada salvo con las condecoraciones con que aparecían algunas de tarde en tarde en forma de ojo morado.
El tiempo ha cambiado aquel modelo, sujeto a un sistema político totalmente verticalizado, autoritario y falto de manifestaciones ajenas a las dogmáticas. La mujer, a medida que la apertura de fronteras trajo sobre todo un cambio de régimen, ha ido ganando los derechos que en justicia le corresponden a medida que el hombre se ha ido adaptando, aunque en menor medida, a la corresponsabilidad en el hogar. La independencia económica de la mujer le ha permitido rebelarse ante el doble trabajo de dentro y fuera de la casa y por supuesto a ir en contra de supuestas imposiciones por razones de fuerza, que no por la fuerza de la razón. Tal vez por eso, porque ha exigido corresponsabilidad en el hogar, porque necesita tiempo para su actualización, porque no acepta el rol de sufridora o porque le sale de los genes, el caso es que mientras algunos hombres asisten atónitos a estos cambios sin saber reaccionar y otros lo hacen lentamente hay una minoría que recurre a la fuerza física para contrarrestar su impotencia por la incapacidad de cambio. Esto ha disparado el número de separaciones y aumentado los conflictos familiares en la medida que las leyes se han ablandado hasta llegar al divorcio express.
Pero hay consecuencias no deseadas por nadie que han dado otro giro de tuerca a nuestra sociedad de antaño: los hijos. A medida que las madres buscaban el rol del hombre los niños quedaban solos o al cuidado de abuelos y canguros que en modo alguno cubren el papel de los progenitores. Se pidió a las autoridades mayor tiempo de permanencia en el colegio y desde hace años es corriente ver cómo dejan el paquete en el centro escolar, convertido en muchos casos en guardería desde cero años, hasta volver a recogerlo cuando un horario laboral cada vez más exigente lo permite. En medio nos convencemos de que la mente de un niño es flexible y puede asimilar cuanto le echemos. De este modo a las cuatro y media comienzan el desfile hacia el inglés, karate, danzas, gimnasia rítmica, pintura, patines, baloncesto, futbito o natación. Como viajeros en una gran estación llevan su mochila, su equipamiento y hasta un instrumento musical. Entran en la escuela a las nueve de la mañana y después de la sesión matutina acuden al comedor, donde tienen otras actividades hasta las tres, hora a la que reanudan la sesión vespertina hasta las cuatro y media. A partir de ahí se desperdigan y reparten entre una variedad de actividades que duran hasta las seis, seis y media o más. El resultado es que un niño-tipo realiza actividades diarias durante nueve o nueve horas y media. ¡Más de las que sus padres dedican a trabajar y por las que tanto se quejan!
Para compensar la falta de presencia de los padres en casa se les concede a los hijos lo que pidan. Ya no hay niños jugando por las calles, están en el colegio y los fines de semana en la segunda vivienda, en el centro comercial o en casa con los medios técnicos necesarios como para que no necesiten de los padres ni el más mínimo contacto. Cuando entran en un juego cibernético se meten en un mundo fantástco e irreal, de objetivos alcanzables a golpe de tecla que les hace odiar el deber tradicional porque les exige valores en desuso como esfuerzo, organización, concentración, insistencia, memorización o disciplina. Pero el adulto no quiere problemas y como educar supone dedicación y ejemplo y eso requiere tiempo y esfuerzo, simplemente se compra en forma de acuerdos en los que la decisión final cada vez en mayor medida la tienen los niños. Niños que hemos hecho individualistas porque están solos, egoístas porque todo tiene que girar a su alrededor, perezosos por falta de esfuerzo; haraganes porque no les exigimos, desordenados porque se lo damos todo hecho, indolentes porque todo les resbala; impacientes acostumbrados a ser atendidos de inmediato y despilfarradores porque se lo compramos todo.
En estas condiciones la enseñanza resulta muy difícil y el éxito deseado tendremos que ganárnoslo entre todos porque no está la solución en un cambio de planes teóricos diseñados por el partido de turno, tampoco en un programa elaborado por un equipo de profesores ni en una selección de niños alejados de efectos contaminates como la inmigración o la periferia. Si los padres educan en el respeto, la obediencia y el trabajo y los profesores enseñan habremos logrado que el niño se convierta en el adulto deseado. En caso contrario tendremos siempre niños y con el tamaño que cogen hoy en día cualquier acto de inmadurez puede acarrearnos consecuencias funestas.

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